Ayer bajé de mi nube.
Dejé por un día mi mundo paralelo. Bajé a la tierra, besé el suelo, y vi un horizonte más azul.
Tuve ganas de salir, correr, gritar... proclamar a los cuatro vientos que era feliz. Que había tenido un día perfecto. Un día de esos que en mi mundo actual escasean.
Hoy me he levantado deseando que mi nube siguiera ahí arriba, lejos, inalcanzable; y que mi nebuloso mundo se hubiera trasladado al suelo que piso.
La euforia vespertina se había disipado, pero mi nube estaba un poco más lejos de lo habitual. Y seguía feliz. Y cuando este sentimiento empezaba a esfumarse, una bocina hipnótica me ha arrastrado a la terraza.
Y allí estaba él. Se alzaba majestuoso en el horizonte. El Grand Mistral. Mi Grand Mistral.
Cuando bajé de ese barco, cinco años atrás, pensé que nunca lo iba a volver a ver, y que la semana más estupenda de mi vida se iba a quedar allí, en mi particular buque de los sueños, vagando por ciudades europeas y puertos de ensueño; dando el relevo a nuevos pasajeros que van y vienen, y dejan su historia impresa en sus paredes.
Pero el destino ha querido que vuelva a mí. Y por un momento, he vuelto a vagar por sus cubiertas, revivir sus espectáculos, conversar con sus tripulantes y pasear por sus destinos. He vuelto a acostarme en Nápoles y despertarme en Malta. A bailar en su discoteca y bañarme en su jacuzzi. Y he vuelto a compartir con mis amigos unos de los mejores días de mi vida.
Pero la bocina ha vuelto a sonar. Esta vez para avisarme de su huída, y despertar de un sueño.
Y mientras la bocina hipnótica se arrastraba mar adentro con una parte de mí, mi nube se ha ido haciendo más débil, y ha comenzado su huída.
Los buenos recuerdos vuelven, inyectan su dosis de melancolía y se van, dejándonos con cierta tristeza. Pero también nos hacen más fuertes, y nos recuerdan que esta vida merece la pena
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